Monday, June 22, 2009

La última niebla

Habría deseado que juntos nos internáramos por la espesa niebla. Esa que incluso fue capaz de intimidar su casi metro noventa de alto; aún así su presencia me daba seguridad ¿Sería su facha de guardaespaldas?, que esa noche lo hacía lucir zapatos, pantalón y chaqueta de cuero, todas prendas de color negro; a excepción de su camisa que era blanca y corbata cuyo color no recuerdo.
—¿Vienes del trabajo?—, le pregunté, —no, de un evento—, respondió. Recordaba su rostro. Era una de esas personas que se te vuelven conocidas, de esas que te encuentras en los muchos recorridos de micro que haces en el transcurso de la semana, pero con las cuales nunca intercambiarás palabras. A excepción de un escenario como este: madrugada de domingo; de un invierno seco, pero frío, en que la micro no pasa y en tu bolsillo no hay más de setecientos pesos para un taxi que cobra mil doscientos por llevarte hasta tu casa. Entonces él hace parar un taxi y me invita a que me vaya con él, —¡sólo tengo setecientos pesos!— le digo, —no importa, pagamos a media, yo me bajo después de ti—, me dice, (confirmando aquello de las personas que te son conocidas, que incluso tienen el mínimo detalle de fijarse quien se baja primero que quien). No hay nada en mi embriagada (pero consciente) percepción que me haga pensar mal de él. No es psicópata, asaltante, ni mucho menos, —lamentablemente— homosexual. Al parecer los sospechosos somos nosotros, ya que el chofer del taxi se niega a llevarnos, argumentando que a esa hora de la madrugada —cinco y cuarto de la mañana— sólo transporta pasajeros que viajen solos.
Entonces ahí, temblando yo por el frío y por los nervios de que quizás existe una mínima posibilidad de que me invite a algo, comienzo a observarlo. Tiene ojos rasgados no se si negros o cafés, la niebla y mi mirada también pequeña producto de los grados de alcohol y del sueño me impiden confirmarlo. Sus pómulos marcados son vestigio de la mezcla de su sangre, de seguro un cruce entre mujer indígena y un Huinca, que le heredó el blanco deslavado de su sangre que hoy se reflejan en su tez pálida. Su habla lo delatan, —me iría caminando, pero con esta niebla puede haber un malandrín escondido por ahí— me dice. Inevitable no dejar escapar una carcajada. Sólo la gente noble del sur se refiere con esas palabras; a quien el santiaguino común y corriente como yo califica de ladrón, asaltante o en mucho de los casos como flayte, pienso.
Nunca me mira a los ojos. Y no es que me rehúya o tenga algo que esconder, simplemente es la esencia de la gente del sur. Esa que lo hace siempre estar observando el verde horizonte. Esa que de haber seguido viviendo en sus tierras, ellas lo habrían convertido en lonko. No importa que en él su sangre no sea cien por ciento pura; el cincuenta por ciento sí lo es, razón suficiente para llevar la frente en alto y la espalda erguida, también para creerse de una raza superior. Única raza a la cual estoy dispuesto a rendir tributo.
La niebla y el frío se hacen cada vez más pesada. Los taxis escasean, uno se detiene, pero, —ya dije, sólo llevo pasajeros que viajen solos—, era el mismo chofer sobre el cual seguíamos levantando sospechas, —por favor amigo, vamos todos para el mismo lado—, dice él, cuya sola presencia me tienen encantado —¡no vamos todos para el mismo lado!— dice casi gritando e indignada porque él habló por todos, una mujer joven cuyos grados de alcohol provocaron no sólo borrachera, sino también un hipo que la ridiculizaban al hablar, «podría haber sido esta noche yo también mujer y así abofetearla. Por haberse atrevido a mirar a mi amigo con cara de desprecio, con cara de —¡quién o qué se cree este!—. Pobre idiota, aún no se ha dado cuenta que ante esta noche, y ante este manto de neblina somos todos iguales.»
La espera continua. Yo deseo invitarlo a que nos internemos por la neblina, asegurarle de que no habrá malandrín alguno que se atreva a hacernos daño. ¡No a nosotros!, cuya madrugada nos convertirá en uno, y poderosos como ninguno. Pero entonces la micro se hace presente, y puedo yo odiarla por aguarme los planes; sin embargo no lo hago, sé que de igual forma haremos el recorrido juntos. Al subir me invita a que me siente con él. Definitivamente es del sur, —¡quien mide cerca de un metro noventa e inspira respeto no se sienta en el primer asiento detrás del chofer!— pienso.
No intercambiamos palabra, pero los otros silencios, (no los incómodos) junto a mi subjetiva percepción me confirman que —sí—, es del sur, casado y con hijos. Quizás por ello su presencia me inspiró, (cuando me invitó a que me fuese con él en el taxi) tanta seguridad, porque es papá. Porque de habernos internado caminando por la neblina nos habríamos visto en la obligación de intercambiar palabra; y de seguro habría yo terminado llorando. Porque le habría yo contado que a pesar de haber sido una noche de juerga, estuvo cargada de nostalgia. De esas muchas canciones demoledoras, interpretadas por gargantas desgarradoras que mí MP3 nunca se cansa de reproducir. Y la escena es hermosa, —sublime— si lo quieres, deambulando yo por calles desérticas, siendo un ser invisible, anulado todavía más por la niebla. Una soledad cinematográfica que canta ella misma su propia banda sonora. Una soledad que se desgarra a los pies de un amanecer, en busca de una caricia que nunca logro hallar y que siempre termino reemplazando por sexo…
Y de seguro habría yo terminado llorando, cobijado quizás en su protector abrazo de padre.